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El ambiente estaba cada vez más crispado durante la negociación. Los representantes no querían saber nada de Puerto de la Reina, pero sus argumentos se caían por su propio peso. Respondían a cada gesto de amabilidad y mensaje conciliador con desdén y burla.
«¿Cuáles son los honorarios que recibiréis por vuestra ayuda?», preguntaron a Rutherford. «¿Diezmos? ¿Impuestos? ¡Por cosas como estas nos fuimos del continente!».
«Hay un impuesto para pagar el mantenimiento de las carreteras, apoyar el comercio y ayudarnos los unos a los otros, es cierto. Pero lo más importante es que os ofrezco nuestras espadas, nuestros rifles y nuestra amistad. Y eso es lo único que mantendrá a los corruptos lejos de vuestros dominios».
«¿Crees que no podemos protegernos nosotros solos?», dijeron los representantes en tono desafiante.
«Ni vosotros ni ninguna otra compañía», contestó Rutherford. «Y nosotros tampoco. Por eso estoy hoy aquí: soy yo quien os está pidiendo ayuda, no al revés».