El regalo

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Nos encontramos un zurrón tirado junto al camino y Jacoby fue raudo a registrarlo. Por desgracia para él, lo único que había en su interior eran hierbas y comida. No preguntó a quién podría habérsele caído y, cuando mencionamos a la bruja, se le abrieron los ojos como platos, tiró las hierbas al fango, se puso a gritar como un loco y le dio tal pataleta que tuve que ponerle unos grilletes. «No hay que temer a Hazel», le dije cuando dejaron de pitarle los oídos. «Lleva mucho más tiempo que nosotros en la isla y nos ha ayudado más que nadie». Señalé el zurrón. «Los va dejando por ahí no como advertencias ni maldiciones, sino para ayudar a aquellos que necesitan alimento o medicina, pues es fácil extraviarse en la ciénaga». Dejé que lo asimilara y, cuando masculló que no se tomaría el veneno de ninguna bruja, le señalé las hierbas que había tirado al fango. «Métetelas en la boca y empieza a masticar. No sabemos si tragarás veneno o tu propio orgullo, pero ambas cosas curarán tu falta de sentido común».