Los dioses proveen
Los cielos se abrieron y la ira de los dioses cayó sobre nosotros. Mientras la tormenta arrasaba fuera y el barco danzaba y rodaba en las olas, nuestra reina se retorcía y daba vueltas luchando contra el veneno en sus venas. Sabía, en mi corazón, que la larga sombra de Ammit se cernía sobre nosotros y que pronto volveríamos a las aguas abisales del Nun, de las que toda vida fluye.
Entonces, de repente, llegó la salvación. Dentro de la niebla observé a un hombre, cubierto de lino con una corona en su cabeza. En sus manos llevaba el cayado y látigo de su oficio, y supe que debía ser el gran señor Osiris, padre de todos los faraones y juez de todo lo que es mortal. Todos los que se atrevieron a mirarle supieron que no era de este reino, pues ni los guardias se atrevieron a moverse de sus puestos ante su intrusión.
La dama Charmion se postró ante él y suplicó que intercediera por nuestra reina, nuestra Cleopatra, hija de Isis. ¡Su hija! Proclamó haber sido desgarrado por Sutekg, pero que la presencia de nuestra reina le había alzado de un letargo sin muerte. La portaría de la boca del cocodrilo hasta la tierra de los juncos, donde reinaría para siempre.
La dama Charmion le besó las manos a nuestro portador y, al acercarse, una quietud cayó sobre la reina. La tomó en su abrazo y juntos se desvanecieron en un fogonazo de luz. Fuera, el vaivén del barco remitió y el viento se calmó. Podía oír el suave lamento de las gaviotas en la distancia.
¡Alabado sea Osiris, quien pesó mi corazón contra su pluma y me halló libre de pecado!
Iras, doncella de Cleopatra, reina de Egipto
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