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Le digo que debemos parar. Debo ordenar mis pensamientos. Hay tantos... Ojalá pudiera pararlos por un tiempo y rezar... Sentir el silencio de nuevo. El hereje..., el sacerdote..., ahora camina erguido. Yo marcho encorvada como él lo hacía, como si mi cuerpo me obligara a rezar.
«Isabella, puedes rezar aquí», me dice. «Reza al pie de la montaña. En terreno firme, no servirá de nada».
Estas palabras me desconciertan. No me había dado cuenta de lo mucho que necesitaba parar. De cuánto necesitaba sentir el silencio y la presencia de las murallas a mi alrededor. Dejar de oír por fin el crujido del esquisto y el hielo bajo mis pies. De pronto, veo un… hueso.
«Debes levantar una iglesia», me dice. «No tiene que ser muy grande… Tan solo ha de ser sagrada a tus ojos. En ella, podrás recitar tus oraciones y conocer la verdad de aquello que buscas».
Mi mano ya sostiene la piedra más cercana. «Será la primera piedra de la iglesia». Hay muchas piedras a mi alrededor que puedo colocar una encima de otra.
El hereje no me ayuda. Me doy cuenta de que no puede hacerlo porque sus manos están engrilladas. Debo liberarlo. No es mi prisionero. Más bien un profeta. O quizá algo más.
«Cuando hayas colocado la última piedra, el camino a la fuente se mostrará ante ti», afirma. «Sentirás todo Aetérnum fluir dentro de ti.
Vivirás para siempre en este lugar, Isabella».
Cuando pronuncia mi nombre, lo hace en un idioma que no conozco. Suena como una bendición. O quizá... un adiós. Pero él no se marchará. Entonces debe ser una bendición. Tiene que serlo...